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El lugar de la literatura

Sep 2, 2013 | Institucional

El escritor colombiano, Juan Gabriel Vásquez, pronunció el siguiente discurso en el acto inaugural de Ulibro 2013.

Me han encomendado la tarea de abrir esta Feria en nombre de mis colegas, los escritores y poetas que acompañarán en estos días al público de Bucaramanga. Esto me honra, naturalmente, pero ahora me temo que lo que diga sólo puedo decirlo en estricta primera persona, en nombre y representación de mí mismo. Hago esta aclaración sin duda superflua por pura prudencia: pues, aunque sé que muchos de mis colegas compartirán estas intuiciones, también sé que muchos no son todos, y de estas divergencias hay que dejar constancia.

“Megasociedades y cibernautas”, es el título que nos servirá de paraguas durante los próximos días. Estas palabras (estos neologismos) expresan una de las transformaciones más brutales que hemos experimentado los seres humanos, que en los últimos veinte años hemos cambiado más que en los veinte siglos precedentes; estas palabras son, para muchos de los que están hoy aquí, una cifra de nuestros mejores logros como especie; y sin embargo estas palabras, con su vaga sugerencia de espacios amplios y abiertos y aun infinitos, contienen o representan para mí una sensibilidad, una manera de estar en el mundo, radicalmente distinta de la del lector de literatura.

La vida cibernáutica se ve desde mi orilla de lector y novelista como una vida fragmentaria y dispersa, un bombardeo de estímulos que producen la ilusión de la compañía cuando algunas veces no hacen más que acentuar la melancolía y la soledad. Siempre me ha parecido, en cambio, que la lectura de las mejores ficciones es una suerte de reverso de esa moneda: una actividad de solitarios que genera la sensación intensa y profunda de la compañía, de que no estamos solos en este mundo, y por esos caminos inescrutables genera también el sentimiento casi religioso de la comunión. Es, cierto, una comunión misteriosa, pues ocurre en soledad. Hegel decía que para el hombre realista, la lectura de la prensa es como el rezo matutino para el hombre religioso. Lo mismo ocurre con el lector de versos o ficciones. La comunión es esa sensación, al sumergirnos en las tribulaciones de Macbeth o de Raskolnikov, de compartir los mismos valores morales, sociales e históricos. Ahora bien, la comunión de los lectores literarios se basa en el contacto y la atención sostenidos, en el tiempo y la concentración; y éstos, pienso a veces, son valores opuestos a los que defienden nuestros tecnólatras, cuyo tiempo es el de la dispersión y el picoteo y el grito insoslayable del hipervínculo. La era digital es también la era del trastorno por déficit de atención.

En estas megasociedades, entre estos cibernautas, estamos constantemente conectados: es el mundo de la conexión ininterrumpida. ¿Por qué, entonces, esta sensación recurrente de aislamiento? La conexión nos regala el privilegio de la información constante y profusa. ¿Por qué, entonces, la sensación de que cada vez es más difícil entender el mundo? Hemos aceptado la información en lugar del conocimiento; hemos aceptado la visión incompleta y fragmentaria de un mundo virtual e inconmensurable en lugar de la visión totalizante y completa de un mundo real: un mundo a escala humana: el mundo del humanista. Y yo, que escribo bajo la convicción absurda y anacrónica de que nuestra noción de lo humano viene de las historias que nos hemos contado, de que hemos aprendido a amar y a vivir y a morir de la mano de Homero y de Sófocles y de Shakespeare y de Cervantes y de Petrarca y de Stendhal y de Chéjov y de Faulkner y de Proust, yo que creo que la gran literatura nos ofrece un tipo de sabiduría que no se encuentra en ninguna otra parte y sin la cual somos menos humanos, no tengo más remedio que lamentar la metamorfosis violenta de nuestra conciencia en la época, nuestra época, de las revoluciones digitales.

Me apresuro a decir que esto no es el lamento, el estéril lamento, de un miembro de esa especie que mi amigo, el crítico catalán Jordi Gracia, ha llamado “el intelectual melancólico”. Estoy bien consciente de las virtudes y los virtuosos usos de las nuevas tecnologías, y en muchos casos las disfruto y las usufructo. Así que no: estas palabras son, quieren ser, un simple memorando: recordarnos a todos nosotros la existencia de un lugar de silencio donde escapar del ruido constante; un lugar de lentitud donde escapar de la tiranía de la velocidad; un lugar de privacidad y comunión donde escapar de la sobreexposición y el exhibicionismo; un lugar de memoria y pasado donde escapar de la desmemoria y el despotismo del presente; un lugar de rebeldía e individualismo donde escapar del conformismo y la uniformidad; un lugar de subversión donde escapar del espíritu gregario, de la sensación de ser una oveja más del rebaño. Ese lugar, que yo llamo literatura, es mi habitación principal, pero para muchos de ustedes es tan sólo un destino ocasional, una suerte de retiro de fin de semana.

Bien: permítanme recordarles que las puertas de este lugar están siempre abiertas. No hay que ser socios, no hay que saber la contraseña, no hay que crear una cuenta ni entregar nuestra información confidencial. Ese lugar, el lugar de la literatura, es un refugio que sólo exige de sus visitantes un cierto grado de imaginación: imaginación verbal (la capacidad de llenar las palabras ajenas con la experiencia propia) y también moral (la capacidad de sentir curiosidad, preocupación y empatía por el destino de otro). Ese lugar -llámese Don Quijote, o Rojo y negro, o La guerra y la paz, o La peste, o Cien años de soledad, o El Aleph, o Herzog, o Ada o el ardor- es una resistencia contra la distracción de un universo que parece empeñado en distraernos.

Quedan ustedes convocados.

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