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Vivir como perro

Feb 17, 2014 | Institucional

Por Mabel Cristina Gómez Urrubla, estudiante de tercer cuatrimestre de Literatura virtual, residente en Medellín, Antioquia*.

Mi oficio no es nada gratificante. Mis compañeros para hacerlo más llevadero, evitan fijarse en sus aterradas miradas, eso les permite sonreír al terminar la jornada. En cambio yo no, yo sé que soy malo, sé que no merezco ser feliz, y es por eso que siempre me aseguro de mirarles a los ojos, de grabarme sus rostros y que ellos vean el mío. Es lo mínimo que puedo hacer por ellos; que al menos vean el rostro de su verdugo, que puedan ver que ellos no son los únicos que mueren al apretar el gatillo, que puedan morir con la satisfacción de haberme hecho miserable.

Hoy, con respecto a las veces anteriores, fue diferente, la mirada que me dirigió fue igual a la mirada que puso mi mamá hace algunos años. Yo aún era un niño, temeroso de alejarse de las faldas de su madre, cuando un huesudo perro callejero se echó frente a nuestra casa a agonizar; había sido envenenado con comida y se retorcía mientras echaba espuma por la boca.

Mi mamá se acercó lentamente a él y con sus gentiles y cálidas manos, tomó su cabeza y la giró hasta que el perro dejó de moverse. Ella sé quedo quieta mientras seguía observándolo. Como yo no sabía lo que estaba pasando me acerqué a preguntárselo, pero justo antes de pronunciar alguna palabra me quedé sin voz al ver la expresión en su rostro. Este mostraba todo el dolor y lástima que sentía por ese miserable perro rastrero, sin valor alguno.

Sí, los mismos ojos que me están mirando ahora, que me dicen que ya he caído tan bajo que ya ni siquiera merezco el odio de alguien, que ya solo soy un perro que al tratar de saciar su hambre para poder seguir en este mundo, lo único que logra es llenarse con veneno. Ahora, en este punto de mi vida, la única esperanza que tengo es esperar a que un ser grande y misericordioso gire mi cabeza y acabe con mi dolor.

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